Cuando Ignacio Cirac estaba escribiendo su tesis doctoral, de vez en cuando le contaba a su abuela sobre aquello en lo que trabajaba. Un día, la abuela le dijo: «Está muy bien todo eso, hijo. Pero no se lo digas a nadie». Algo debió de contarle sobre átomos que están quietos y moviéndose a la vez, que la buena señora temió por su nieto. Hoy Ignacio Cirac, de 40 años, no sólo no necesita esconderse, sino que recibe premios por su actividad científica. Le acaban de conceder el Príncipe de Asturias de las Ciencias, dotado con 50.000 euros y una escultura de Miró, que es lo que más ilusión le hace. «La pondré en mi despacho», dice.
El despacho lo preside una pizarra blanca que cada día Cirac y su grupo de investigación, dedicado a la teoría cuántica, llenan de fórmulas con un rotulador. En el equipo, uno de los cuatro que componen el Instituto Max Planck de Óptica Cuántica (MPQ, en sus siglas en alemán), hay media docena de españoles. La mayor parte del día lo dedican a discusiones científicas. Por eso, el mayor agradecimiento por el Príncipe de Asturias lo dirige a sus colaboradores actuales y pasados: «Porque esto es un trabajo de equipo».
Sus compañeros le devuelven las flores cuando él no está presente. «Es muy buena persona», dicen, «y crea muy buen ambiente en el grupo». Los miembros españoles de su equipo -procedentes de universidades de Valencia, La Laguna, Barcelona y Madrid- quitan importancia a la fuga de cerebros, porque consideran que salir de España es un paso natural para un científico, y requerido en muchos centros españoles a la hora de otorgar una plaza. «La comunidad científica siempre ha sido itinerante», dice Miguel Aguado, de 31 años.
«En España, hasta hace cinco años no había apenas centros donde se investigara en mi campo», dice Cirac, que hoy no tiene ninguna intención de volver. De Alemania valora una mayor financiación de la investigación -«el 2% del Producto Interior Bruto (PIB) frente al 1% que dedica España»-, una mayor tradición. «La sociedad aquí entiende mucho mejor a los científicos que en España. Los científicos nos comunicamos más con la sociedad en Alemania que en España», asegura Cirac. «Dices que trabajas en el Max Planck y te tratan con admiración», dice la tinerfeña Inés de Vega, de 29 años. «En España dices que eres doctor y te responden: ‘me duele aquí'», lamenta.
Sin embargo, los científicos españoles del MPQ se esfuerzan en deshacer un prejuicio: «Encontrar plaza fija aquí no es necesariamente más fácil que en España», sostiene Aguado. «Hay centros de investigación muy buenos en España», explica Cirac. En Cataluña y el País Vasco se han creado centros con buena financiación y más autonomía, dice. Cirac, catalán de nacimiento y residente en Madrid desde los 10 años, es profesor visitante en el Instituto de Ciencias Fotónicas de Barcelona, donde pasa cuatro semanas al año. Su crítica a la ciencia española: «Hay pocos muy buenos científicos». Sus compañeros de promoción están todos en España. Salieron al extranjero, pero han vuelto. De sus colaboradores, dos están en trámites para volver con un contrato de investigación.
Inés de Vega esperaba mucho del Max Planck cuando llegó: «Es aún mejor». «Este instituto es el mejor de los mejores en mi campo. No hay otro sitio donde pueda estar más a gusto científicamente», dice Cirac satisfecho. No parece difícil sentirse a gusto en el MPQ. En un emplazamiento campestre, el edificio, construido en 1985, está cubierto de bóvedas de cristal por las que entra el sol. De arquitectura complicada, la construcción permite que a un lado del pasillo, el de los despachos, haya tres pisos y al otro sólo dos, dado que los laboratorios necesitan techos más altos. Tablones con fotos de bebés del personal, postales de las vacaciones o de antiguos compañeros que dan cuenta de su nuevo país de residencia, decoran los pasillos entre carteles llenos de fórmulas incomprensibles.
Cirac dirige el MPQ por un plazo de tres años, para turnarse luego con los directores de las otras divisiones. En uno de los laboratorios muestra orgulloso el ordenador cuántico, objeto de gran parte de su investigación actual. El ordenador ocupa todo el laboratorio y se parece más al motor de un coche que a un PC casero. «Cuando se desarrolle se podrá disminuir su tamaño, pero pasarán muchos años, más de 40 o 50», dice el científico. Este ordenador-monstruo sólo tiene una capacidad de 8 bits. «De momento sólo sirve para saber que funciona; con 8 bits apenas puede pasar de cálculos simples, como multiplicar tres por cinco».
No impresiona mucho la multiplicación, pero lo cierto es que el equipo del MPQ trabaja en una verdadera revolución. «Los ordenadores cuánticos funcionan con otras leyes: no sólo hay ceros y unos, sino también estados intermedios. Con leyes diferentes se pueden hacer cosas distintas», explica Cirac. «Eso se traduce en ordenadores infinitamente más potentes. Se podrán hacer cosas impensables con los ordenadores normales, aunque duplicasen su velocidad anualmente durante cien años». El último gran logro del MPQ es haber teletransportado 500 fotones en un billón de átomos. «La teletransportación cuántica no consiste en que la materia desaparezca en un sitio y aparezca en otro, como ha popularizado la ciencia ficción, sino que las propiedades físicas de una materia pasen a otra. En este caso, las propiedades físicas de la luz han pasado a la materia».
El día que anunciaron el Príncipe de Asturias no pudo ir ni a comer. «Mi secretaria esperaba a que colgase para pasarme otra llamada». La avalancha de periodistas es una experiencia nueva para él. «En entrevistas de dos minutos siempre te hacen las mismas tres preguntas: cómo recibiste el premio, qué pensaste y explícanos lo del ordenador cuántico. Yo empezaba a explicar y, después de la primera frase, me decían: vale, vale».
Ignacio Cirac no ve grandes cambios en el futuro de su carrera. «A mí lo que me gustaría es seguir divirtiéndome. No sólo seguir teniendo las posibilidades de hacer lo que hago, sino que esto que hago me siga divirtiendo como ahora».
Fuente: www.elpais.com